martes, 16 de junio de 2009

MUJERES

Si nos preguntamos porqué siendo tan listas, el mundo siempre ha sido de los hombres, la respuesta es porque somos malas.

Sí señoras, las mujeres somos malas. Pero no malas en general, no. Somos malas con nosotras mismas y, repito, si el mundo siempre ha sido de los hombres es porque nosotras se lo hemos puesto en bandeja a fuerza de negarnoslo a nosotras mismas a cada momento.

Por ejemplo, y que tire la primera piedra la que esté libre de culpa: tenemos nueva compañera en la oficina. Latina, cuerpo escultural y un par de tetas de impresión, pero ¡aaaaargh! es simpática, lista y trabajadora.

Se la recibe cortésmente y no podemos evitar que nos caiga bien a pesar de tener cruzadas ese par de tetas que acaparan las miradas de todos los varones del entorno, miradas que, aunque no han sido nunca exclusivamente nuestras, tampoco han estado tan traspuestas, perdiéndose de vez en cuando en nuestro escote.

Y, a pesar de reconocer y agradecer su valía, no podemos evitar que, la mayor parte de las veces, que se hable de ella o con ella, se haga referencia a su físico, por encima de cualquier otra consideración. Eso sí, con un deje de menosprecio que nos confirme que esa combinación de físico y cualidades más que aceptables es vulgar y ordinario, lo cual conseguirá, de paso, que la propietaria de la bendita combinación, en lugar de sentirse orgullosa, se sienta insegura.

¿Bonito? No.
¿Educativo? Menos.

Desarrollo este caso porque es el que, en este momento, estoy viviendo diariamente (como espectadora) pero podría extenderme a algún otro vivido en primera persona y cuyo desarrollo levantaría ampollas en mi ambiente laboral y familiar. Porque yo soy de las que tienen tetas. Con más o con menos seso, pero con tetas.

Y si os preguntais el porqué de esa fijación con las tetas, pensad por un momento ¿cuantas mujeres que ocupen cargos públicos de responsabilidad tienen un busto llamativo? No se me ocurre ninguna.

¿Casualidad? Demasiada.

En cualquier caso, a lo que jugamos peligrosamente entre nosotras es a dividirnos y, en consecuencia, a debilitarnos a costa de hacernos sentir inseguras. Despreciamos en nuestro género la inteligencia, la simpatía, la capacidad de trabajo ..... si van acompañadas de un físico aceptable. Y puesto que nos hacemos inseguras solo sabemos buscar seguridad a costa de la inseguridad ajena.

Así que, de nuevo me pregunto, ¿si somos tan listas y maquiavélicas, porque no dejamos de luchar entre nosotras y unimos nuestras fuerzas para conseguir el mundo?

Porque la perfección no existe y desgraciadamente, en nuestro género, la inteligencia, aunque mucha, sigue siendo inferior a la envidia.

Así que señoras, en lugar de poner tanto empeño en no educar hijos machistas, invirtamos tambien un poco en educar mujeres honestas.

¿EN QUE CLASE DE PERSONAS NOS ESTAMOS CONVIRTIENDO?

En los últimos años, desgraciadamente, he visitado a menudo con mis mayores el servicio de urgencias del Hospital de Bellvitge.

No puedo decir nada en contra de la atención recibida. En todas las ocasiones, hemos sido tratados con profesionalidad y, la mayor parte de las veces con una calidez añadida que ha hecho menos traumática la asimilación de diagnósticos, a veces no deseados, aunque previsibles.

El problema es que llegar a recibir esa esmerada atención supone una espera mínima de 12 horas. Y eso es inhumano. Independientemente del motivo que nos lleve a usar ese servicio, llegamos preocupados, vulnerables y, en algunos casos, doloridos. Y esa espera puede que físicamente no nos perjudique más, pero psíquicamente nos hunde.

El pasado mes de mayo fue para mi tan generoso en visitas al hospital como en éxitos para el Barça y, a la vista de la manifestaciones eufóricas que este último acontecimiento ha provocado, no he podido dejar de preguntarme, en que clase de personas nos estamos conviertiendo.

No tenemos inconveniente en echarnos a la calle y pasar la noche en vela en Canaletas, aunque al dia siguente tengamos que madrugar para ir a trabajar. Ni gastarnos un dinero que, en ocasiones, no tenemos para ver un partido en el lugar donde se juega y que no tenemos el más mínimo interés en conocer, más allá de la plaza donde está colocada la pantalla gigante que nos permitirá seguir el partido porque ni siquiera podemos acceder al campo.

Y sin embargo no movemos un dedo para exigir lo que, por derecho (y pago) nos corresponde: una atención sanitaria más ágil. Algo que a fin de cuentas, todos, más tarde o más temprano, vamos a necesitar.

Y con miedo vuelvo a preguntarme, ¿en que clase de personas nos estamos convirtiendo?

(Publicado en Cartas de los Lectores de La Vanguardia, 1 Julio 2009)

domingo, 7 de junio de 2009

LOS PADRES DE PEDRO, NUESTROS PADRES

El sábado, por primera vez en mucho tiempo, bajé a desayunar al bar. Algo que antes Javier y yo hacíamos los fines de semana con cierta frecuencia, se ha convertido ahora en un lujo, no por el importe del desayuno en sí (al menos, por el momento), sino por el hecho de disponer de un tiempo para compartir que no implique a nadie más, cuya necesidad esté por encima de nuestro capricho.

Y es que, últimamente, por encima de nuestro capricho, incluso de nuestra necesidad, está la de su padre y la de mi madre que, por un motivo u otro, pero básicamente por la edad, y en consecuencia, por la salud y las circunstancias acordes, copan todo nuestro tiempo.

El bar está justo debajo de casa y lo lleva un tal Pedro y sus padres. Por las relaciones que, observo tienen con la gente del barrio, deduzco que debieron ser los padres quienes montaron el bar en su juventud, seguramente recién llegados de su León natal y Pedro se ha criado allí. Los tres tienen el aspecto y las maneras de las buenas personas. Quizás por eso el sábado, sin ellos saberlo (porque de ser así creo que nunca lo hubieran permitido) me hicieron llorar.

Cuando llegamos, nos sentamos en la barra. Pedro estaba haciendo un bocadillo para otro cliente y su padre se hizo cargo de nuestros cafés con leche. En un momento dado, Pedro dirigió la vista hacia la cafetera y cuando me di cuenta estaba reprendiendo a su padre porque no estaba haciendo bien el café. No fue ni mucho menos desagradable en sus maneras pero sí mostró la impaciencia de quien tiene muchas cosas que atender y, habiendo delegado lo más simple, se da cuenta de que ni de eso puede olvidarse y se enrabia no pudiendo evitar que las palabras y el tono hagan sentir inútil a la persona que las recibe. El padre aguantó el chaparrón con cara seria, pero dulce y sin decir una sola palabra, dejando que su hijo se acercara y le enseñara a hacer lo que seguramente, en su día, cuando Pedro era un mocoso que apenas alcanzaba la cafetera, le enseñó a hacer él. Y fue esa contraposición de imágenes, la real y la de mi imaginación, el presente y el pasado, la impaciencia y el cariño, la que me hizo llorar, de tal manera, que hizo sentir violento a Javier.

No pude remediarlo. Me identificaba perfectamente con la impaciencia de Pedro y hasta pude captar el malestar posterior a esa amonestación que no pudo reprimir. Pero su padre me inspiró una infinita ternura y, a pesar del estrecho contacto que últimamente tengo con mi madre y con mi suegro, por primera vez, sentí el dolor de quien lo ha dado todo y a quien hacemos creer por un momento (a veces, muchos), llevados por la impaciencia, que ese todo ya no es válido, que existen nuevas normas y son las nuestras, haciéndoles sentir más torpes e inútiles de lo que la edad y sus limitaciones se encargan de recordarles diariamente.

Y aunque pìenso que es ley de vida, que por buenos que seamos, las leyes de la naturaleza hacen generosos a los padres y egoistas a los hijos, no puedo dejar de pensar que no es justo y luchar contra ello cada día.

Aún no lo he conseguido y no sé si lo conseguiré pero lo intento hasta el punto de que hoy por hoy, el ser paciente con mi madre, es mi objetivo prioritario. Porque ser hijos y permitirnos un cierto egoismo no nos da derecho a ignorar a nuestros mayores. Al fin y al cabo, no sólo nos han dado la vida sino que han sentado las bases de la maravillosa persona que creemos ser.