Cuanta generosidad y cuanto amor se tiene que llegar a sentir por alguien para que estando hospitalizado, enfermo, muy enfermo, obligues a la persona que quieres a continuar con su vida.
Y cuanto se puede llegar a querer a una persona cuando teniéndola en el hospital enferma, muy enferma, sigues con tu vida normal para cumplir sus deseos.
El amor tiene manifestaciones extrañas que a veces, nadie más que los implicados pueden comprender.
Supongo que ésta solo pueden entenderla aquellos que han nacido con una enfermedad que les acompañará siempre y aquellos que, enamorados de esa persona son tan generosos como para compartirla con esa enfermedad.
domingo, 28 de febrero de 2010
miércoles, 24 de febrero de 2010
LA MALA EDUCACION
De la misma manera que yo engaño cuando entro en una tienda a comprarme una camiseta y pido la talla XL, hay gente que engaña con respecto a su educación, entendiendo la palabra en su acepción de cortesía y urbanidad.
Conozco a varias personas que de entrada me han deslumbrado con unas maneras impecables, dejándome boquiabierta en más de una ocasión, y que cuando se ha presentado la oportunidad de tener con ellas un trato continuado me han dejado pasmada precisamente por lo contrario.
Y es curioso porque sus maneras no cambian. Siguen siendo impecables. Lo que observo que cambia es la selección que hacen con respecto a quien las dedican así como la medida en que las dispensan, perdiendo el culo (y disculpen la expresión) por hacer algo por alguien, lo mismo que harán para otro pero manifestando sus reparos para que se sepa el sacrificio o el favor que le están haciendo y sobre lo que buscarán mil excusas (eso sí, muy elegantes) para no hacerlo por un tercero.
Entonces te das cuenta que no se trata de que tú quizás no conocías lo suficiente a esas personas, porque de hecho, más allá de las maneras, tampoco suele haber mucho más que conocer, sino de que ellos crean que lo que conocen de tí es suficiente para catalogarte decidiendo cuanta de su “esmerada” educación te mereces. Así, no tienen ningún reparo en prescindir de ti y dejarte con la palabra en la boca cuando, estando contigo, se presenta la oportunidad de tratar a alguien que en su escala tiene, en ese momento, un valor por encima del tuyo.
Huelga decir que esos valores varían en función de cómo varían los estatus de quien dispensa y quien recibe esa educación en relación al grupo social en el que interactúan.
Eso no es educación, verdad?
Conozco a varias personas que de entrada me han deslumbrado con unas maneras impecables, dejándome boquiabierta en más de una ocasión, y que cuando se ha presentado la oportunidad de tener con ellas un trato continuado me han dejado pasmada precisamente por lo contrario.
Y es curioso porque sus maneras no cambian. Siguen siendo impecables. Lo que observo que cambia es la selección que hacen con respecto a quien las dedican así como la medida en que las dispensan, perdiendo el culo (y disculpen la expresión) por hacer algo por alguien, lo mismo que harán para otro pero manifestando sus reparos para que se sepa el sacrificio o el favor que le están haciendo y sobre lo que buscarán mil excusas (eso sí, muy elegantes) para no hacerlo por un tercero.
Entonces te das cuenta que no se trata de que tú quizás no conocías lo suficiente a esas personas, porque de hecho, más allá de las maneras, tampoco suele haber mucho más que conocer, sino de que ellos crean que lo que conocen de tí es suficiente para catalogarte decidiendo cuanta de su “esmerada” educación te mereces. Así, no tienen ningún reparo en prescindir de ti y dejarte con la palabra en la boca cuando, estando contigo, se presenta la oportunidad de tratar a alguien que en su escala tiene, en ese momento, un valor por encima del tuyo.
Huelga decir que esos valores varían en función de cómo varían los estatus de quien dispensa y quien recibe esa educación en relación al grupo social en el que interactúan.
Eso no es educación, verdad?
martes, 23 de febrero de 2010
INDIGNA SENSIBILIDAD
“El que personas adultas se mostraran tan sensibles a la opinión que pudiera tener de ellos un jefe al que posiblemente despreciaban era un enigma que César no alcanzaba a descifrar. Consistía uno de esos vergonzosos misterios del vivir, como el querer más a la chica que más te maltrataba o el gritar como un energúmeno a esa madre abnegada que te sigue como una esclava por la casa. Porque resultaba indigno ponerse a temblar como una hoja ........”. Amado amo, Rosa Montero.
¡Joder! Perdón por la expresión pero las líneas que preceden el exabrupto han sido las únicas que, en mis muchos años de lectora empedernida, me han hecho doblarle la página - algo que odio ferozmente - al libro en el que las he leido, que dicho sea de paso, tampoco es que me esté gustando especialmente, pero es que describe perfectamente un sentimiento que me es conocido: en diferentes etapas de mi vida y no siempre respecto a la misma persona, pero durante demasiado tiempo, soy consciente de haber tenido esa “indigna sensibilidad” a la opinión de personas que debido a su actitud hacia mí, han llegado a inspirarme no exactamente desprecio pero sí una mezcla de odio, rabia e impotencia que me ha amargado la existencia.
Seguramente un psiquiatra analizaría la situación en un “pis pas”, pensareis. Pues no. Después de algunos años de terapia regular con uno de los mejores especialistas de Barcelona, puedo asegurar que esa clase de personas existe independientemente de las neurosis ajenas y, o las tomas tal como son, o las dejas, porque cambiar, no cambian.
Si no hay nada que te obligue a soportarlas te alejas de ellas tan pronto las conoces. O quizás no, porque si no hay nada que te obligue a soportarlas seguro que a ellas tampoco les motiva ejercer sobre ti de esa manera.
El problema se presenta cuando existe un imperativo que las impone en tu vida y que, de entrada, las sitúa en un plano de superioridad. Deduzco que esas son dos de las condiciones que, en ese tipo de personas, accionan el resorte de una cualidad innata que les confiere una habilidad especial para el desprecio, cualidad de la que (seré benévola) estoy segura de que no son del todo conscientes (¡gracias a dios!) y aquí sí que ya, como decía mi psiquiatra, sólo se pueden hacer tres cosas: matarlas, abandonar aquello que te liga a ellas o prever sus “desplantes” y anticiparte a ellos como si de una partida de ajedrez se tratase.
Por mi misma he descubierto dos opciones más. Una de ellas quedará como secreto de la profesional que soy ya soportando “cabronadas” (aunque la legaré en mi testamento segura de que alguien me lo agradecerá). La otra no supone ningun misterio: resignarse a sufrirlas, no necesariamente en silencio, pero sufrirlas al fin y al cabo. Matarlas, evidentemente, no es recomendable y abandonar aquello que te liga a ellas ...... es lo último porque precisamente por eso las soportas, pero hay que reconocer que todo tiene un límite.
Explicar el trato con estas personas no es nada fácil, es más, se tacha de paranoico a quien relata la experiencia.
En cualquier caso, este tipo de relaciones agota: agotan la voluntad, la paciencia, los buenos propósitos, el humor, ........ y lo peor de todo es que desgastan. Y el desgaste es peligroso.
¡Joder! Perdón por la expresión pero las líneas que preceden el exabrupto han sido las únicas que, en mis muchos años de lectora empedernida, me han hecho doblarle la página - algo que odio ferozmente - al libro en el que las he leido, que dicho sea de paso, tampoco es que me esté gustando especialmente, pero es que describe perfectamente un sentimiento que me es conocido: en diferentes etapas de mi vida y no siempre respecto a la misma persona, pero durante demasiado tiempo, soy consciente de haber tenido esa “indigna sensibilidad” a la opinión de personas que debido a su actitud hacia mí, han llegado a inspirarme no exactamente desprecio pero sí una mezcla de odio, rabia e impotencia que me ha amargado la existencia.
Seguramente un psiquiatra analizaría la situación en un “pis pas”, pensareis. Pues no. Después de algunos años de terapia regular con uno de los mejores especialistas de Barcelona, puedo asegurar que esa clase de personas existe independientemente de las neurosis ajenas y, o las tomas tal como son, o las dejas, porque cambiar, no cambian.
Si no hay nada que te obligue a soportarlas te alejas de ellas tan pronto las conoces. O quizás no, porque si no hay nada que te obligue a soportarlas seguro que a ellas tampoco les motiva ejercer sobre ti de esa manera.
El problema se presenta cuando existe un imperativo que las impone en tu vida y que, de entrada, las sitúa en un plano de superioridad. Deduzco que esas son dos de las condiciones que, en ese tipo de personas, accionan el resorte de una cualidad innata que les confiere una habilidad especial para el desprecio, cualidad de la que (seré benévola) estoy segura de que no son del todo conscientes (¡gracias a dios!) y aquí sí que ya, como decía mi psiquiatra, sólo se pueden hacer tres cosas: matarlas, abandonar aquello que te liga a ellas o prever sus “desplantes” y anticiparte a ellos como si de una partida de ajedrez se tratase.
Por mi misma he descubierto dos opciones más. Una de ellas quedará como secreto de la profesional que soy ya soportando “cabronadas” (aunque la legaré en mi testamento segura de que alguien me lo agradecerá). La otra no supone ningun misterio: resignarse a sufrirlas, no necesariamente en silencio, pero sufrirlas al fin y al cabo. Matarlas, evidentemente, no es recomendable y abandonar aquello que te liga a ellas ...... es lo último porque precisamente por eso las soportas, pero hay que reconocer que todo tiene un límite.
Explicar el trato con estas personas no es nada fácil, es más, se tacha de paranoico a quien relata la experiencia.
En cualquier caso, este tipo de relaciones agota: agotan la voluntad, la paciencia, los buenos propósitos, el humor, ........ y lo peor de todo es que desgastan. Y el desgaste es peligroso.
martes, 16 de febrero de 2010
NURI
Hasta donde me alcanza la memoria siempre hemos sido amigas. No recuerdo la primera vez que te vi, ni cuando me dijiste tu nombre pero deduzco que debió ser en algún momento entre nuestros 8 y 9 años.
Sin darnos cuenta, llegamos a ser inseparables, junto a Mada (nuestra Magdalena) y juntas vivimos nuestro recatado despertar a la vida. La añoranza de aquellos tiempos me lleva a tener el sentimiento de que compartimos pocas fiestas, pocos chicos, pocos vicios y hasta pocas confidencias pero, seguro que no fue así porque, echando la vista atrás, hubo de todo. Aún así, no puedo dejar de tener la sensación de que nos quedamos cortas. Eso sí, siempre juntas.
Entre nuestras más gratas vivencias, aquellas famosas vacaciones de verano en Andalucía sobre las que, en su momento, pudimos escribir un libro según la cantidad de nuevas experiencias que nos proporcionaron. ¡Las únicas que hicimos juntas en toda nuestra vida! y, por supuesto acompañadas de nuestros padres (eran otros tiempos), pero, por encima de todo, ¡juntas! que era lo importante.
Mas tarde vivimos a diferente ritmo pero no por eso nos distanciamos porque donde no llegaba el tiempo ni la oportunidad siempre llegó el teléfono.
Ahora, al igualar de nuevo el ritmo de nuestra vida, hemos vuelto a regularizar nuestros encuentros y a hacerlos cada vez más frecuentes, como cuando éramos adolescentes, aunque con otros problemas, ni más ni menos importantes.
La vida no nos reunió como madres pero si lo ha hecho como hijas y en los primeros minutos de cada uno de nuestros encuentros y como si ya, de un ritual se tratase, desahogamos la una en la otra el dolor y la impotencia de ver como nuestras madres dejan de ejercer como tales para comportarse como niñas. Momentos después y reconfortadas por tan cálida terapia, nos desternillamos de risa de algo tan serio como lo mucho que podemos llegar a parecernos a ellas en un futuro.
Me dices que has entrado en mi blog y has leido lo que escribo y que te ha gustado mucho, tanto que no has sido capaz de hilar palabras para dejar un comentario que exprese tus sentimientos. Y lo dices sin asomo de preocupación ni incomodidad, sabedora de que conmigo te sobran tanto las palabras como las letras.
Sin darnos cuenta, llegamos a ser inseparables, junto a Mada (nuestra Magdalena) y juntas vivimos nuestro recatado despertar a la vida. La añoranza de aquellos tiempos me lleva a tener el sentimiento de que compartimos pocas fiestas, pocos chicos, pocos vicios y hasta pocas confidencias pero, seguro que no fue así porque, echando la vista atrás, hubo de todo. Aún así, no puedo dejar de tener la sensación de que nos quedamos cortas. Eso sí, siempre juntas.
Entre nuestras más gratas vivencias, aquellas famosas vacaciones de verano en Andalucía sobre las que, en su momento, pudimos escribir un libro según la cantidad de nuevas experiencias que nos proporcionaron. ¡Las únicas que hicimos juntas en toda nuestra vida! y, por supuesto acompañadas de nuestros padres (eran otros tiempos), pero, por encima de todo, ¡juntas! que era lo importante.
Mas tarde vivimos a diferente ritmo pero no por eso nos distanciamos porque donde no llegaba el tiempo ni la oportunidad siempre llegó el teléfono.
Ahora, al igualar de nuevo el ritmo de nuestra vida, hemos vuelto a regularizar nuestros encuentros y a hacerlos cada vez más frecuentes, como cuando éramos adolescentes, aunque con otros problemas, ni más ni menos importantes.
La vida no nos reunió como madres pero si lo ha hecho como hijas y en los primeros minutos de cada uno de nuestros encuentros y como si ya, de un ritual se tratase, desahogamos la una en la otra el dolor y la impotencia de ver como nuestras madres dejan de ejercer como tales para comportarse como niñas. Momentos después y reconfortadas por tan cálida terapia, nos desternillamos de risa de algo tan serio como lo mucho que podemos llegar a parecernos a ellas en un futuro.
Me dices que has entrado en mi blog y has leido lo que escribo y que te ha gustado mucho, tanto que no has sido capaz de hilar palabras para dejar un comentario que exprese tus sentimientos. Y lo dices sin asomo de preocupación ni incomodidad, sabedora de que conmigo te sobran tanto las palabras como las letras.
martes, 9 de febrero de 2010
ELIAS
A pesar de saber que ni tan solo sentirías mi presencia, tuve la necesidad imperiosa de verte. Quería llegar a tiempo de darte un beso y decirte adiós, quizás solo para amortiguar el dolor que me producía el hecho de no haber tenido más contacto contigo desde que enfermaste, ahora que sabía que había empezado tu acelerada cuenta atrás.
Al fin y al cabo, ¡solo era un dolor de espalda! Y tú eras un especialista en no cuidarte. No ibas a hacer caso de nada que te dijera, así que .... ¡ya te llamaría mañana! ...... Y mañana fue tarde.
Llegue a tiempo de verte ...., conectado a una máquina, y lloré amargamente agarrada a tu mano ante la atónita mirada de quien no me conocía. Porque no tuvimos una relación constante. Veinticuatro años dan para mucho, hasta para perder el contacto durante diez, y la nuestra fue una relación muy sencilla. Pero profunda y correspondida. No hubiera podido ser de otra manera entre dos personas tan diferentes que, a fuerza de compartir espacio y tiempo llegaron a tomarse mucho cariño.
Recuerdo el día en que nos reencontramos después de diez años de no saber prácticamente nada el uno del otro. Habíamos quedado en Plaza Universidad, como cuando teníamos veintipocos años y, en cuanto nos divisamos, corrimos el uno al otro para abrazarnos felizmente al tiempo que me levantabas por los aires dando vueltas.
Después de cenar, pasamos parte de la noche deambulando de bar en bar mientras nos poníamos al día de esos diez años, quizás los más densos de nuestra vida, sobretodo para ti.
Me gustó saber que, en tus peores momentos, muchas veces tuviste la necesidad de hablar conmigo, buscando algo de control, dijiste. Me hubiera gustado que lo hicieras.
Durante esos diez años, en mis peores momentos, tambien hubiera necesitado tenerte a mi lado para que me ayudaras a mandar a paseo tanto control. ¡Ojala hubieras estado ahí!
Saliendo del hospital me crucé con tu hija. Solo la había visto una vez: tenía 1 semana.
Había sido una de las personas que me había visto llegar junto a tu cama, cogerte la mano en silencio y llorar para después besarte con todo mi cariño y decirte “Adiós, guapo” así que creí estar en la obligación de presentarme. Me miró con ojos llorosos y al decirle quién era me contestó que ya me conocía. Tú le habías hablado de mi y le habías enseñado algunas fotos. La besé, salí del hospital, llamé a Marie France y por primera vez en mi vida, perdí la voz.
Me gustaría tener la certeza de que has vivido como has querido porque aptitudes para más tenías de sobra. A mí me han quedado pendientes muchas cosas contigo, entre ellas, conocerte mejor.
Que te hayan reclamado tan pronto solo me confirma una cosa y es que allí donde hayas ido también están faltos de alegría.
Esperame muchos años pero, cuando me veas llegar, ....... toca el piano para mí.
Al fin y al cabo, ¡solo era un dolor de espalda! Y tú eras un especialista en no cuidarte. No ibas a hacer caso de nada que te dijera, así que .... ¡ya te llamaría mañana! ...... Y mañana fue tarde.
Llegue a tiempo de verte ...., conectado a una máquina, y lloré amargamente agarrada a tu mano ante la atónita mirada de quien no me conocía. Porque no tuvimos una relación constante. Veinticuatro años dan para mucho, hasta para perder el contacto durante diez, y la nuestra fue una relación muy sencilla. Pero profunda y correspondida. No hubiera podido ser de otra manera entre dos personas tan diferentes que, a fuerza de compartir espacio y tiempo llegaron a tomarse mucho cariño.
Recuerdo el día en que nos reencontramos después de diez años de no saber prácticamente nada el uno del otro. Habíamos quedado en Plaza Universidad, como cuando teníamos veintipocos años y, en cuanto nos divisamos, corrimos el uno al otro para abrazarnos felizmente al tiempo que me levantabas por los aires dando vueltas.
Después de cenar, pasamos parte de la noche deambulando de bar en bar mientras nos poníamos al día de esos diez años, quizás los más densos de nuestra vida, sobretodo para ti.
Me gustó saber que, en tus peores momentos, muchas veces tuviste la necesidad de hablar conmigo, buscando algo de control, dijiste. Me hubiera gustado que lo hicieras.
Durante esos diez años, en mis peores momentos, tambien hubiera necesitado tenerte a mi lado para que me ayudaras a mandar a paseo tanto control. ¡Ojala hubieras estado ahí!
Saliendo del hospital me crucé con tu hija. Solo la había visto una vez: tenía 1 semana.
Había sido una de las personas que me había visto llegar junto a tu cama, cogerte la mano en silencio y llorar para después besarte con todo mi cariño y decirte “Adiós, guapo” así que creí estar en la obligación de presentarme. Me miró con ojos llorosos y al decirle quién era me contestó que ya me conocía. Tú le habías hablado de mi y le habías enseñado algunas fotos. La besé, salí del hospital, llamé a Marie France y por primera vez en mi vida, perdí la voz.
Me gustaría tener la certeza de que has vivido como has querido porque aptitudes para más tenías de sobra. A mí me han quedado pendientes muchas cosas contigo, entre ellas, conocerte mejor.
Que te hayan reclamado tan pronto solo me confirma una cosa y es que allí donde hayas ido también están faltos de alegría.
Esperame muchos años pero, cuando me veas llegar, ....... toca el piano para mí.
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